Cada
día que pasa nos lleva más cerca de un abismo.
Francisco Zarco
La tierra es arraigo, la tierra es
pertenencia, la tierra es raíz, la tierra es libertad. Por eso la vigencia
actual de Emiliano Zapata y su lucha a 99 años de su inmolación un domingo 10
de abril. Si alguien pensó desde el Estado mexicano que reprivatizar la tierra
no tendría mayores consecuencias, se equivocó de cabo a rabo. El mismo Estado ha
sufrido una transformación de fondo, su perfil es otro después de la
contrarreforma agraria.
La legislación alemanista
otorgó el derecho de amparo para los latifundistas y permitió que sobrevivieran
los latifundios en “pequeñas propiedades”, simuladas como propiedad familiar
(donde cabían como “propietarios” hasta lo criados); pero todo ello no impidió
que los ejidos y las comunidades indígenas se mantuvieran en pie y fueran
ejemplo de productividad mientras los créditos fluyeron hacia el campo, como lo
fue en su tiempo el Ejido Colectivo de Quechehueca,
en el Valle del Yaqui.
Pero la calentura por privatizar los
bienes de la Nación que empezó en el régimen de Miguel De la Madrid, alcanzó
temperatura de verdadera fiebre con Salinas de Gortari. Y la tierra ejidal y
comunitaria se convirtieron en objetivo preciado. No había créditos al campo y
se planteó una política de engaño de que esos créditos llegarían si los
campesinos contaban con un título de propiedad de su parcela, que los volvería
automáticamente “sujetos de crédito”. Por otra parte, se alegó públicamente que
el porcentaje de mexicanos que vivían en el campo era de un 18 por ciento,
mientras que los países desarrollados sólo contaban con un 5 a 7 por ciento de
población rural.
En esa tesis, se escondían las
verdaderas intenciones. El ejido y la comunidad indígena son formas de
propiedad social, que por su naturaleza no pueden convertirse en objetos de
compraventa en el mercado. Eso preservó por mucho tiempo la tierra en manos de
los campesinos e indígenas. ¿Qué pasó al entregarse los mencionados títulos? La
situación de miseria y abandono obligó a esos campesinos a vender
automáticamente. Los títulos de propiedad, en muchos de los casos, el mismo día
que se entregaron pasaron a manos de los nuevos terratenientes de México.
Esos antiguos ejidatarios y comuneros
terminaron de jornaleros en su otrora propiedad o migrando en masa a las
ciudades, a la frontera norte y a los Estados Unidos. Esa situación llevó a más
de medio millón de compatriotas a cruzar anualmente al país vecino. Y seguirían
hoy en esa gigantesca diáspora si el país que administra Trump
estuviera en las condiciones que mantuvo hasta 2007.
Las tragedias de los hombres y mujeres
del campo no pararon allí. Quienes se marcharon a las ciudades no tenían donde
llegar, ni los esperaba un trabajo, ni las aulas a sus hijos. Reiniciaron la
lucha por un pedazo de tierra donde establecer su hogar. Volvieron al punto de
partida de sus abuelos, pero sin las esperanzas que la Revolución alimentó en
ellos. En esas condiciones las actividades ilícitas se volvieron una tabla de
salvación, falsa desde cualquier punto de vista, pero la única al alcance de
esa masa trashumante.
Quienes se quedaron en el campo, buscan
producir los alimentos que demandamos los mexicanos y hasta exportan cuando se
puede. A pesar de que las políticas del Estado prefieren importar alimentos,
esos tercos productores siguen insistiendo en que debemos ser autosuficientes.
Tres meses se dedican a trabajar la tierra y bajo la promesa de apoyos contraen
deudas y levantan cosechas importantes. Apenas terminan de cosechar, los
coyotes y los industriales están al acecho, ciertos de que la autoridad los
dejará a merced de los especuladores. Después de la cosecha deben tomar las
calles, oficinas públicas y casetas de peaje, buscando concretar las promesas
de apoyo y de precios que les permitan la sobrevivencia. Hace apenas algunas
semanas cuando tomaron una caseta de peaje la respuesta fue la represión. Con
eso se premia su esfuerzo y sus sacrificios.
Con todo ello, ¿alguien podrá mostrar
desacuerdo en que la figura de Emiliano Zapata y sus ideales están más vigentes
que nunca? Hasta el Banco Mundial recomendó hace pocos años la necesidad de
redistribuir la tierra de nuevo, como medida contra la creciente desigualdad social.
Este martes 11 por la tarde un grupo de
mujeres estuvo en la Plazuela Obregón. La indignación que mostraron ante la
violencia de género es natural y legítima: van 85 casos de mujeres asesinadas
durante la presente administración. Tres nombres encabezaban su lista de
víctimas: Dayana, Jovana y
Miriam. Esta última apenas sepultada ese día. Cantaron en protesta, tomaron la
palabra con discursos bien informados y se plantaron por la avenida Obregón en
los momentos en que el rojo paraba el tráfico, para gritar a voz en cuello:
¿cuántas son muchas? ¡Vivas se las llevaron, vivas las queremos! Nuestra
admiración y todo el apoyo moral. Algunas muchachas lloraron al tomar el
micrófono. Esas lágrimasexpresaban dolor, indignación y la más sentida
convocatoria a que nos sumemos a su justa causa. ¿No quedaremos callados? Vale.
Profr. Oscar Loza Ochoa
Comisión de Defensa de los Derechos Humanos en Sinaloa/Jesús G. Andrade #475 Desp. 8/Culiacán, Sin./CP 80000/ Tel. (667) 712.56.80/oscar.lozao@gmail.com