Comparto con ustedes mi participación en el
homenaje a los héroes del 2 de octubre.
¿Cómo olvidar el año de 1968 si es un parteaguas en nuestra historia moderna? Tan grande fue el
costo en sangre y tan contundentes sus consecuencias políticas y sociales que
1968 concluye de manera temprana el siglo veinte mexicano, para asomarse de
manera anticipada con sus justos reclamos y afanes libertarios al nuevo
milenio.
Empecemos reconociendo que hay una deuda inmensa
del país hacia la generación del 68. Con los que cayeron en la masacre
estudiantil la noche del 2 de octubre en Tlatelolco, con los que fueron
víctimas de tortura, de encarcelamiento, de persecución y de desaparición
forzada. Y esa deuda se extiende a toda la generación de jóvenes que tomó las
calles y las plazas públicas para reclamar los espacios de libertad y
democracia conquistados en la Revolución de principios del siglo y negados por
los regímenes autoritarios priístas. Algunas jornadas
heroicas fueron un digno antecedente de las batallas del verano y otoño de
1968. Cabe recordar con mucho cariño la defensa de la autonomía de la Universidad
Michoacana de San Nicolás Hidalgo en 1965 y la llamada Marcha por la Ruta de la
Libertad de febrero de 1968, que partió del histórico pueblo de Dolores
Hidalgo, Guanajuato, con la meta de arribar a la Ciudad de México, así como lo
había contemplado el libertador Miguel Hidalgo en el año de 1810. Todos sabemos
que esa marcha fue reprimida a la altura de Valle de Santiago, Guanajuato, por
el Ejército mexicano. El gran apoyo popular que estaba conquistando no podía
ser tolerado por el régimen de Gustavo Díaz Ordaz, por los grandes empresarios
y banqueros. Había que impedirla y lo hicieron.
Demasiadas cosas negativas en materia de democracia
y derechos humanos se habían acumulado para principios de 1968, como para que
todo quedara como siempre: después de una despiadada represión, el silencio
forzado que imponen las armas y los golpes. Pero 1968 estaba hecho de otro
barro. Cualquier evento que involucrara a autoridades y estudiantes sería
suficiente para emprender una lucha trascendente. El mes de julio abrió esa
oportunidad. Y los estudiantes de la UNAM, del Politécnico y de la Normal
tomaron las calles exigiendo castigo para las autoridades del Distrito Federal
por represoras y la exigencia del diálogo con las autoridades como medio
efectivo para solucionar problemas. El autoritarismo no lo permitiría. Y el
movimiento atrajo a colonias populares y grupos de obreros de vanguardia,
urgidos de ser escuchados por la autoridad.
Algunos momentos son determinantes para ese gran
movimiento, entre ellos la represión en el Zócalo aquél 28 de agosto a un
nutrido plantón de jóvenes que habían llegado horas antes y
la toma de Ciudad Universitaria por el Ejército el día 18 de septiembre, que
obligó al rector Javier Barros Sierra a renunciar a su puesto. Razón no le faltaba:
no se podía tolerar la violación a la autonomía universitaria.
El 4 de agosto se formó el Comité Nacional de
Huelga con representantes el IPN, UNAM, Normal, Chapingo y una representación
de la Escuela de Agronomía de la UAS. En esa reunión se elaboró el famoso
Pliego Petitorio del movimiento. Sus seis puntos son los siguientes:
1.Libertad a los presos políticos.
2.Destitución de los generales Luis Cueto Ramírez y Raúl Mendiolea,
así como también el teniente coronel Armando Frías.
3.Extinción del Cuerpo de Granaderos, instrumento directo de la represión y no
creación de cuerpos semejantes.
4.Derogación del artículo 145 y 145 bis del CPF (delito de Disolución Social),
instrumentos jurídicos de la agresión.
5.Indemnización a las familias de los muertos y a los heridos que fueron víctimas de la
agresión desde el viernes 26 de julio en adelante.
6.Deslindamiento de responsabilidades de los actos de represión y vandalismo por parte
de las autoridades a través de policía, granaderos y Ejército.
Los generales Luis Cueto y Raúl Mendiolea
no fueron los únicos ni los principales responsables de las represiones de
1968. Al frente del país y de las mismas estaban Gustavo Díaz Ordaz y Luis
Echeverría Álvarez, sin olvidar al general Luis Gutiérrez Oropeza, jefe del
Estado Mayor Presidencial y al coronel Ernesto Gutiérrez Gómez Tagle,
comandante del Batallón Olimpia y al general Marcelino García Barragán, jefe
del Ejército Nacional y a Fernando Gutiérrez Barrios al mando de la DFS y
tantos jefes y oficiales cuya responsabilidad no es menor que los mencionados.
En la época de Vicente Fox se creó la Fiscalía
Especial para los Movimientos Sociales y Políticos del Pasado a cargo de
Ignacio Carrillo Prieto. La idea, se suponía, era fincar responsabilidades y
hacer comparecer ante los tribunales a quienes cometieron delitos de lesa
humanidad. Las principales energías se centraron en acusar a Luis Echeverría
por el delito de Genocidio. Echeverría fue condenado por genocidio por el
magistrado del Segundo Tribunal Unitario en Materia Penal y fue detenido y
preso por más de ocho meses en su casa, por razones de edad. Pero el magistrado
Jesús Guadalupe Luna Altamirano, titular del Tercer Tribunal Unitario en
Materia Penal del Primer Circuito, determinó que sí hubo genocidio planeado y
ejecutado por el gobierno de la época, pero que no quedaban responsables de los
hechos. Y exculpó a Echeverría de esa responsabilidad.
Las cosas no deben ni pueden quedarse de ese
tamaño. Debe abrirse un nuevo juicio con cargos muy claros y que incluyan a
todos los que participaron en las represiones desde el 26 de julio, la masacre
del 2 de octubre y las persecuciones de los días posteriores. Deben comparecer
los oficiales y tropa que aún estén vivos, pero el juicio no puede terminar allí.
La sentencia de responsabilidad por delitos de lesa humanidad también debe
recaer en quienes ya están muertos, por una sencilla razón: ante la historia
son responsables y como tales tienen que aparecer frente a las generaciones
venideras.
Si reclamamos la no repetición de los hechos, la
garantía para ello tiene dos candados imprescindibles: la sentencia
condenatoria del derecho penal y la condena moral del pueblo. La segunda la
emitió la sociedad desde hace 51 años, pero la primera sigue esperando una
actitud diferente del Poder judicial. No habrá obsequios de los jueces, el
Poder judicial tiene intereses. La sentencia condenatoria contra los genocidas
del 68 es una tarea que hay que impulsar desde la sociedad. No vacilemos. No
descansemos. Vamos por ella.
Profr. Oscar Loza Ochoa
Comisión de Defensa de los Derechos Humanos en Sinaloa/Jesús G. Andrade #475 Desp. 8/Culiacán, Sin./CP 80000/ Tel. (667) 712.56.80/oscar.lozao@gmail.com