El capitalismo
catastrófico… se manifiesta hoy en la convergencia
de la crisis
ecológica planetaria, la crisis epidemiológica global
y la interminable
crisis económica mundial.
John Bellamy Foster
Las Instituciones de salud han cumplido un
papel decoroso ante la crisis del coronavirus. Sobrevivieron al institucionalicidio que privó en los regímenes anteriores,
haciendo frente a la crisis sanitaria en condiciones de verdadera inanición en
que las dejaron las administraciones públicas anteriores, apuntaladas con un
sobre esfuerzo en el presupuesto para continuar unas 326 instalaciones que no
se concluyeron. Más de un centenar quedaron terminadas en 2019, lo que permitió
torear la crisis en otros términos.
Del personal de salud hay un amplio
reconocimiento social por la entrega, su vocación y la alta cuota que han
pagado en vidas durante interminable pandemia. No esperábamos menos y nuestra
gratitud no tendrá límites, como no la ha tenido para Ruperto L. Paliza y Ramón
Ponce de León, por las aportaciones hechas para preservar vidas y salud de los
sinaloenses en momentos cruciales como 1883 y 1903.
Hasta allí se iba formando la columna.
Mi pluma se detuvo el día 18 de septiembre porque no
me sentí bien de salud y porque mi padre fallecía al día siguiente. Aunque él
fue un hombre de cumplir compromisos, yo no pude ejecutar el mío por la pena de
su partida y porque el infeliz coronavirus nos visitó desde las vísperas de esa
lamentable fecha.
Estas semanas han sido de las más
intensas en la vida personal y familiar. Sin poder olvidar aún que el 27 de
mayo el Covid-19 cobró la vida de mi hermano Llin, mi
padre ponía punto final a su existencia el sábado 19 de septiembre, en plena
temporada de aguas, la que más amaba como buen ejidatario y productor. César
Vallejo había escrito unos días antes de aquel fatal 15 de abril de 1938: “Me
moriré en París con aguacero,/ un día del cual tengo
ya el recuerdo”. Esa tarde llovió a cántaros sobre París. José Loza estuvo
lamentando que esta temporada las lluvias no fueron generosas y cuando la
postura del cielo amenazaba agua, se iba al porche de la casa a esperar el
anhelado aguacero. Pudo disfrutar algunas lloviznas.
Unos días antes de irse llovió como en
los buenos años, pero en calma. No hubo truenos ni relámpagos, que para mi
padre eran los que aflojaban el agua. Lo colocamos frente a la ventana para que
observara la lluvia de esa tarde. Cerró los ojos. Quizá de esa manera se
apropiaba mejor del discreto rumor con que caía la lluvia. Así permaneció hasta
que escampó el agua, que por momentos sentí como lágrimas aquella sentida
tarde, pues aquel temporal no tuvo el arrebato y violencia de las lluvias de
agosto y septiembre. No sé como lo haya sentido mi
padre, pero parece que el silencio que lo invadió en ese momento lluvioso algo
de comunión tuvo con el calmo torrencial que lo visitó. Y algo también de
despedida.
En el marco descrito el Covid-19 hizo
una incursión masiva en mi familia, afectando en casa a
tres hijos, a mi esposa y a mí. Y también llegó a la humanidad de tres
hermanos. Relativamente leve con la mayoría, el temido bicho fue muy agresivo
con un hijo y una hermana. En ambos exigió de cuidados intensivos, lo que pone
en tensión al resto de los miembros de la familia. Pero es esas horas de pena y
mortificación no estuvimos solos. La familia y los amigos han estado junto a
nosotros en todo momento. La hospitalización de José (mi hijo) nos preocupó
grandemente por no saber hacia dónde marchaba su salud y por las consecuencias
económicas que internarse en un hospital privado tiene en estos días.
Dicen que el sentimiento más bello de la
humanidad es la solidaridad. Ocasiones para confirmarlo en el transcurso de la
vida me han sobrado: la reacción ciudadana ante los terremotos de Nicaragua en
1972, el de la Ciudad de México en 1985, ante los ciclones devastadores en
Sinaloa, entre muchos otros. Pero ver esa solidaridad en cascada invadiendo
nuestras vidas es una cosa que difícilmente puedo describir. Cuando mucha gente
supo de la iniciativa de mis hijos de rifar una modesta impresora para sacar
fondos y apoyar a su hermano José, se volcó a realizar donativos de acuerdo a
sus posibilidades. Dos cosas estoy obligado a expresar en estos momentos: me
siento infinitamente agradecido con ese hermoso gesto y por todas
sus atenciones rotundamente convencido concluyo que vale la pena vivir.
Como les consta a todos, mi vida y mi
suerte han estado estrechamente ligadas a la vida y luchas del pueblo mexicano.
Espero una pronta recuperación que me permita reincorporarme en un corto plazo
al activismo de defensa y promoción de los derechos humanos; así como a las
inquietudes sociales que persiguen la vieja y siempre renovada utopía por un
México menos desigual y más justo. Vuelvo a la carga. Vale.
Profr. Oscar Loza Ochoa
Comisión de Defensa de los Derechos Humanos en Sinaloa/Jesús G. Andrade #475 Desp. 8/Culiacán, Sin./CP 80000/ Tel. (667) 712.56.80/oscar.lozao@gmail.com