Luis Echeverría ha muerto. Con él se va la
esencia de lo que fue el régimen de un solo partido, el PRI. Su partida nos
refresca la memoria de momentos que no pueden ser olvidados, porque las heridas
que dejaron no tienen cura. Su arribo al poder tuvo como antecedentes la
represión a los ferrocarrileros, a los maestros, a los médicos y a los que se mal
llamó hijos predilectos del régimen: los campesinos. El asesinato de Rubén
Jaramillo es una clara raya que definía la política oficial hacia un debilitado
reparto agrario y de endurecimiento frente a quienes luchaban por la tierra.
En los tiempos en que fungía como
secretario de gobernación, la embarcación del régimen hacía agua por encima de
la línea de flotación. En 1965 se cruzaron dos curvas que daban rostro a un
gobierno con serios problemas: la auto suficiencia alimentaria perdió pie,
mientras la capacidad del Estado para mantener la gobernanza también fallaba.
En Chihuahua y Guerrero las inquietudes sociales ante un régimen que seguía
hablando de la revolución de 1910-17, pero que se alejó de las preocupaciones
de ese movimiento armado, se asomaron algunos grupos que reivindicaban la lucha
armada. Esas manifestaciones rebeldes tempranas de Arturo Gámiz,
Pablo Gómez y otros en la entidad norteña y de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas
en el sur, no movieron a la sensibilidad sobre los rezagos sociales acumulados
durante décadas.
La respuesta gubernamental fue violenta.
El Estado (del que Echeverría era personero) sólo tenía un recurso supremo: la
represión. Una guerra no declarada, pero efectiva contra los movimientos
sociales, armados o no. El destino de esos movimientos delata la política del
Estado que nunca buscó ni conciliación ni salida pacífica. ¿Qué decir sobre las
acciones de la noche del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas? El
diálogo solicitado por el movimiento estudiantil, exigido digamos, nunca tuvo
otra respuesta que no fuera la llamada mano dura.
Echeverría quiso borrar la responsabilidad
que le correspondía en la masacre del 2 de octubre, acercándose a las
universidades durante su campaña para la presidencia de la República y buscando
acercarse a intelectuales progresistas. Pero retomó a la senda represora el día
10 de junio de 1971 (Jueves de Corpus), chocando como lo hacen las dictaduras
contra una manifestación pacífica de jóvenes en solidaridad con los estudiantes
de la Universidad Autónoma de Nuevo León. Las raíces de la práctica de la
desaparición forzada de personas hay que buscarlas en el entorno inmediato y en
las políticas públicas que parten de este personaje.
Es tanto el daño en materia de delitos de
lesa humanidad que no deben distraernos algunos pespuntes que Echeverría dio en
política internacional y que pretendieron dar una pátina de tercermundista a su
gobierno. Estamos ciertos que, siguiendo los pasos de Fidel Castro, se atrevió
a cuestionar el repunte de la deuda externa de los países pobres y la necesidad
de crear un pool de naciones deudoras, con el fin de negociar en otros términos
el terrible fardo de créditos e intereses. Pero ni eso, ni la creación del
Centro de Estudios del Tercer Mundo pueden borrar los dolores del 2 de octubre
y del 10 de junio. Hay otros monstruos que hicieron de la tortura, la detención
arbitraria, las ejecuciones extrajudiciales y mil atropellos más, su maldito
oficio. Lo hicieron como funcionarios públicos y deben ser juzgados junto a
Luis Echeverría.
En la llamada Guerra Sucia, Luis
Echeverría alcanzará la cima de sus delitos de lesa humanidad. En el ataque
frontal del Estado contra los activistas sociales, armados o no, no se declaró
una guerra, pero la formación especializada de cuerpos policiales y la
estrategia elaborada para abatir esos movimientos, contemplaba también la
coordinación con instancias militares y de seguridad federal. La idea no apuntó
a la pacificación del país por la vía de la negociación, el objetivo buscado
era el exterminio del contrario.
¿Cabe alguna duda después de revisar los
saldos de la Guerra Sucia? Pues allí están las víctimas de la Plaza de las Tres
Culturas y del Jueves de Corpus. El control absoluto de la autoridad sobre instancias
de gobierno y medios de comunicación no permitió contar las vidas perdidas; sin
embargo, nos queda una referencia para imaginar parte del universo destruido:
los presos, perseguidos, exiliados y desaparecidos por motivos políticos. Y la
cifra mal recabada de las víctimas que perdieron la vida en la lucha.
Durante el presente siglo Echeverría
compareció ante tribunales, al menos en dos procesos, para responder por las
acusaciones acumuladas en torno a los acontecimientos señalados. Llegó a tener
arresto domiciliario. Al final, por la edad y problemas de una supuesta
enfermedad senil, el juzgador no lo perdonó, pero tampoco lo condenó. El Poder
Judicial también se pintó de cuerpo entero ante ese juicio histórico. No hubo
una sentencia condenatoria, que siempre será una advertencia para los
gobernantes represores y una garantía para la no repetición de hechos. Pero por
fortuna, la condena moral de la sociedad nunca tuvo que esperar por la
vacilante posición del Poder Judicial. Esa está allí y es parte de una historia
tan cara a los mexicanos.
Profr. Oscar Loza Ochoa
Comisión de Defensa de los Derechos Humanos en Sinaloa/Jesús G. Andrade #475 Desp. 8/Culiacán, Sin./CP 80000/ Tel. (667) 712.56.80/oscar.lozao@gmail.com