Cincuenta y
cinco años después, somos dos generaciones que no se rindieron y se mantienen
en lucha contra el olvido. Aquí estamos, pensando con Mario Benedetti que “el
olvido está lleno de memoria, pero también es cierto que la memoria no se
rinde”. Quienes nacimos a la vida pública creyendo en la utopía renovada de la
Revolución de 1910, tomamos las calles y las plazas públicas en aquellos
aciagos días de 1968.
Las exigencias
de las manifestaciones juveniles en las marchas hablan de que la senda por la
que se encaminaba la generación del 68 ya la habían trazado otros. Los mineros
de Nueva Rosita, Coahuila, marcharon desde la zona minera del norte hasta la
Ciudad de México. Sus mujeres caminaron junto a ellos los mil 400 kilómetros de
la Caravana del hambre en 1951, reivindicando las demandas obreras de sus
maridos; los ferrocarrileros llevaron a cabo dos grandes huelgas bajo el
principio de la autonomía sindical y la defensa de los salarios; los médicos y
los maestros buscaron dignificar el trabajo y hacer valer sus derechos como
trabajadores en sendos movimientos que le dieron otro sentido social a la medicina
y a la educación pública.
El movimiento
ferrocarrilero nos dejó dos héroes obreros en la cárcel: Demetrio Vallejo y
Valentín Campa. Eran los más destacados presos políticos de los que se
reclamaba su libertad en la marchas y mítines de 1968. Junto a las pancartas
con la foto del Che Guevara, lucían otras que portaban con orgullo las imágenes
de Vallejo y Campa. No faltaron las cartulinas que caricaturizaban a Gustavo
Díaz Ordaz, presidente del país, fiel a su perfil de represor y rencoroso
contra todo lo que oliera a democracia o a sueños que dibujaran otra vida para
los pobres de México.
Las demandas
centrales del heroico movimiento de 1968, fueron: libertad de todos los
presos políticos; derogación del artículo 145 y 145 bis del Código Penal
Federal; desaparición del cuerpo de granaderos; destitución de los jefes
policiacos Luis Cueto, Raúl Mendiolea y A. Frías; indemnización a los
familiares de todos los muertos y heridos desde el inicio del conflicto; y
deslindamiento de responsabilidades de los funcionarios culpables de los hechos
sangrientos.
En 1951, la
respuesta del presidente Miguel Alemán fue ignorar la Caravana del hambre. No
recibió a los obreros del carbón y a sus mujeres. Esa negra historia la repitió
Díaz Ordaz en 1968, porque nunca mostró ninguna disposición al diálogo. El
autoritarismo, en ambos momentos, se impuso; pero con un Estado más desgastado
en 1968.
Y después de la
dolorosa jornada de la noche de Tlatelolco del 2 de octubre, el gran poeta
Chiapaneco Jaime Sabines, hace el sentido recuento de los daños en estos
términos:
Nadie sabe el
número exacto de los muertos,
ni siquiera los
asesinos,
ni siquiera el
criminal.
(Ciertamente, ya
llegó a la historia
este hombre
pequeño por todas partes,
incapaz de todo
menos del rencor.)
Tlatelolco será
mencionado en los años que vienen
como hoy
hablamos de Río Blanco y Cananea,
pero esto fue
peor,
aquí han matado
al pueblo.
La inteligencia
mexicana deja el registro exacto de lo que pasó en la Plaza de las Tres
Culturas. Lo hicieron Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis, Rosario Castellanos
y Juan Eulogio Guerra Aguiluz. Rosario Castellanos, lo hizo así:
No busques lo
que no hay: huellas, cadáveres,
que todo se le
ha dado como ofrenda a una diosa,
a la Devoradora
de Excrementos.
No hurgues en
los archivos pues nada consta en actas.
Mas he aquí que
toco una llaga: es mi memoria.
Duele, luego es
verdad. Sangre con sangre
y si la llamo
mía traiciono a todos.
Si hay una
infamia nacional en que los responsables nunca fueron juzgados y castigados, es
la matanza de Tlatelolco del 2 de octubre de 1968. El único en comparecer fue
Luis Echeverría, secretario de gobernación en esos días. Tuvo arraigo
domiciliario temporal por el delito de genocidio, pero sobró manera de
liberarlo de esa culpa.
El pueblo de
México sabe, por experiencia de larga data, que los represores y malos
gobernantes siempre han encontrado una manera de protegerse, que ni las leyes,
ni el Poder Judicial, ni las prácticas desde el Poder han permitido la justicia
plena y llana para este tipo de delito, que son delitos de lesa humanidad. Ha
sido y es la condena moral el último recurso del pueblo para enviar al basurero
de la historia a quienes han ofendido tanto a la sociedad mexicana y a su
historia.
Cuanta razón
tiene “el Locho” Guerra cuando blande uno de sus hermosos poemas para decirnos:
¡De
pie!
¡Despierten
barrigas
llenas!
La
tierra está en movimiento
y
todavía falta por decir
muchos
pensamientos;
si
quieren seguir soñando
sigan
soñando despiertos
que
México tiene insomnio
por
lo que debe a sus muertos.
Profr. Oscar Loza Ochoa
Comisión de Defensa de los Derechos Humanos en Sinaloa/Jesús G. Andrade #475 Desp. 8/Culiacán, Sin./CP 80000/ Tel. (667) 712.56.80/oscar.lozao@gmail.com